Si algo recuerda el informe de Human Rights Watch (HRW) sobre las muertes infames del pasado 21 de marzo en la cárcel La Modelo de Bogotá, que gracias al trabajo de dos organizaciones expertas concluye que las muertes fueron intencionales, es que en nuestra sociedad debe comprenderse que los presos colombianos no solo son sujetos de derechos, sino seres humanos a los que se les deben respeto y dignidad: la noticia de que 24 reos fueron asesinados y 107 más resultaron heridos es la noticia de que 24 colombianos murieron y 107 terminaron vulnerados tras una protesta –que para el Gobierno y la Fiscalía se trató de un intento de fuga– contra la manera como se estaba enfrentando la propagación del virus en nuestros centros penitenciarios.
Sea como fuere, protesta, revuelta o intento de fuga, el informe de HRW señala no solo que “la mayoría de las heridas de bala descritas en los informes de necropsia son consistentes con que hayan sido infligidas con intención de matar”, sino que “los informes de autopsia no registran ningún indicio de heridas de bala que hayan sido efectuadas únicamente con el fin de herir a las personas, en vez de matarlas”: se trata, una vez más, de la pregunta sobre el uso excesivo, indiscriminado e injustificado de la fuerza letal, mientras se espera una investigación que aclare por qué el intento de conjurar una fuga terminó en semejante derramamiento de sangre.
Hace unos días, el concejal Diego Cancino tenía el coraje de revelar el caso en el que nueve jóvenes detenidos en el CAI de San Mateo, en Soacha, habían muerto de manera dantesca –al parecer, abandonados a su suerte– luego de terminar heridos en un incendio. Son, por supuesto, tragedias diferentes que aún hay que revisar con calma, pero tienen en común la pregunta de cómo actúan los responsables de las cárceles y la necesidad de tener presente que, en demasiadas ocasiones, las presidiarias y los presidiarios del país no solo han sido privados de su libertad, sino de su humanidad.
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